jueves, 23 de febrero de 2017

Tratado de Pilar

Francisco Ramírez
El Tratado del Pilar fue un pacto firmado en Pilar (República Argentina) el 23 de febrero de 1820, entre Manuel de Sarratea (electo como gobernador provisorio de la Provincia de Buenos Aires) y dos de los gobernadores de la Liga Federal: Estanislao López (Provincia de Santa Fe) y Francisco Ramírez (Provincia de Entre Ríos). El pacto se firmó después de la derrota de las tropas unitarias - casi en su totalidad porteñas -en la primera Batalla de Cepeda (del 1 de febrero de 1820).
Buenos Aires había caído en un desorden, en consecuencia el 16 de febrero de 1820 se convocó un Cabildo Abierto en el cual se creó una Junta de Representantes, la cual designó a Manuel de Sarratea como gobernador interino de la provincia de Buenos Aires. Éste se propuso llegar a un acuerdo con López y Ramírez, firmando el tratado en la localidad bonaerense de Pilar.
Las principales disposiciones del tratado fueron que:
Proclamaba la unidad nacional y el sistema federal (preconizado por José Gervasio Artigas).
Convocaba, en el plazo de 60 días, a una reunión de representantes de las tres provincias en el convento de San Lorenzo, para convenir la reunión de un congreso que permitiese reorganizar el gobierno central.
Establecía el fin de la guerra y el retiro de las tropas de Santa Fe y Entre Ríos a sus respectivas provincias.
Buenos Aires se comprometía a ayudar a las otras provincias en caso de ser atacadas por los luso-brasileños.
Los ríos Uruguay y Paraná se declaraban navegables para las provincias amigas.
Concedía una amplia amnistía a los desterrados o perseguidos políticos.
Determinaba el enjuiciamiento de los responsables de la administración anterior “por la repetición de crímenes con que se comprometía la libertad de la Nación”
Disponía la comunicación del tratado a José Artigas, “para que siendo de su agrado, entable desde luego las relaciones que puedan convenir a los intereses de la Provincia de su mando, cuya incorporación a las demás federadas, se miraría como un dichoso acontecimiento”.
Un compromiso secreto entre los dos gobernadores federales y Sarratea preveía la entrega, a los dos primeros, de auxilios y armas. Los dos gobernadores fueron invitados por el gobierno de Buenos Aires, ciudad donde estuvieron en calidad de huéspedes.
López y Ramírez, fortalecidos por su victoria frente a Buenos Aires, se encontraron forzados a desconocer la autoridad de Artigas ya que éste había sido derrotado en la Batalla de Tacuarembó por los lusobrasileños. Consideraban más correcto estratégicamente reorganizar sus provincias y abandonar de momento la guerra contra los lusobrasileños que les imponía la estrecha alianza con Artigas, quien por esto rechazó el tratado y los acusó de traición.
Los gobernadores de Santa Fe y de Entre Ríos (y luego de Corrientes) consideraban fuera de sus prioridades continuar con la guerra contra la Invasión Luso-brasileña. Suponían que esto arrastraría a sus provincias a una guerra defensiva en su propio territorio y debían concentrar sus fuerzas para imponerse a Buenos Aires que, en ese momento, les parecía más amenazante a sus intereses. Toda la Provincia Oriental, la parte Este de Corrientes y casi toda la Provincia de Misiones se encontraban bajo el poder de los invasores lusobrasileños, que podrían atacar a sus provincias impunemente tal cual estaba ocurriendo con la de Entre Ríos que vio ocupada su capital de entonces (Concepción del Uruguay) por tropas lusobrasileñas (Sorpresa del Arroyo de la China). Para frenar la invasión lusobrasileña lo único que parecía viable a López y Ramírez era aceptar una alianza con los unitarios, aunque éstos fueran enemigos declarados de Artigas. Creyeron conseguirlo con Sarratea, que también era uno de los federales victoriosos, ahora al mando de Buenos Aires. Artigas fue olvidado. Si tal alianza salvó a la Mesopotamia argentina de una anexión al Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve, también sirvió para confirmar la anexión al mismo de la Banda Oriental.
El chileno José Miguel Carrera se desentendió de la guerra del litoral y movilizó su ejército hacia Chile. Desplegó una compleja campaña de muchos éxitos, grandes desplazamientos y no pocos sufrimientos. Casi logra su propósito, pero finalmente fue abortada en Mendoza, en la batalla final de Punta de Médano.
El Tratado de Pilar es uno de los pactos preexistentes a los que hace mención el preámbulo de la Constitución Argentina
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jueves, 2 de febrero de 2017

Anécdotas de Juan Manuel de Rosas

Rosas se había acreditado desde muy joven como habilísimo en todas las faenas que requerían de un perfecto gaucho, hasta tal punto, que ninguno hubiese osado competir con él. En el juego del pato, en las boleadas, en las yerras, en los repuntes y volteadas de ganado salvaje, era el primero, el más osado, el más seguro y lo hacía con tanta gallardía, vestido con el traje pintoresco de paisano, poseyendo elevada estatura y una distinguida belleza personal, que el gauchaje comenzó a observarlo, al principio con curiosidad, más tarde con cariño y terminó por consagrarle esa adhesión inquebrantable que fue la base de su poder.
La fama de este joven de ciudad que domaba, enlazaba y boleaba como el mejor gaucho, que no tenía miedo a la inclemencia del invierno y a quien el sol no detenía en la ramada en pleno verano, cuando era preciso trabajar, empezó a extenderse, como llevada por el viento, de pago en pago. De la pulpería pasó al caserío, de allí a los puebluchos próximos, de éstos a la villa lejana y por fin de ésta a la ciudad, pasando incluso a las tribus del salvaje pampa.
Dos anécdotas de ese entonces marcan la personalidad de Rosas y su profundo conocimiento de la gente de campo. La primera cuenta que él en sus establecimientos había implantado la más rigurosa disciplina, tachada incluso de excesiva por algunos, en cuyo cumplimiento todos reconocían un espíritu de rectitud y justicia que en vano se podría haber buscado en cualquier otro patrón de su tiempo.
El caso es que siendo mayordomo en el campo de Anchorena, el código especial que él mismo había dictado para el régimen interno en las estancias, castigaba con penas de azotes el acto de llevar armas. Cierto día se presentó Rosas armado con un gran facón cruzado en el tirador.
La peonada a su paso cuchicheaba maliciosamente en voz baja, pero se cuidaba muy bien de no decirle nada. Un gaucho, sin embargo, se ofreció a ponerle el cascabel al gato y, adelantándose audazmente, le recuerda la prohibición que hay de llevar armas le preguntó, en tono irónico, si también reza para el mayordomo la pena establecida. El caudillo, lejos de molestarse con la irreverente pregunta, felicitó — peón por su franqueza, manifestándose al propio tiempo sorprendido por la atracción que le ha hecho quebrar las disposiciones que todos debían obedecí, pues sólo por error llevaba el puñal al cinto. Pero ya que había violado la ley debía sufrir la pena consiguiente. Su categoría, dijo, le obligaba a obedecer más que a ninguno los reglamentos de la estancia y a ser un ejemplo de respeto. Y se hizo azotar ante la atónita peonada que jamás hubiese podido concebir la posibilidad de un acto como el que estaba presenciando. Pasado el estupor, vino el comentario apasionado, ardiente. Desde aquel instante la justicia de cuanto castigo impusiera ese hombre no tenía discusión.
La segunda anécdota cuenta que, cierto día, Rosas encontró a tres indios en el preciso momento en que le carneaban una yegua, cuyos despojos se estaban repartiendo. Aprovechando la confusión que su repentina aparición causó en los salvajes, le cortó la fuga interponiéndose entre ellos y sus caballos, amenazando de muerte al que intentase escapar. La sorpresa, la arrogancia del jinete, su tono autoritario y su resuelta actitud, intimidaron por completo a los indios, que se sometieron sin decir palabra, al tiempo de que trataron de excusar su acción con el hambre que los atormentaba. El caudillo les habla entonces en tono cariñoso, en su propia lengua -que conoce tan bien como el castellano- afeando el vicio de robar y ofreciéndoles cuanto necesitan para comer ellos y los suyos. Y haciéndolo como lo dice, los invita a que lo sigan y les regala una docena de animales, repitiéndoles al despedirse, lo que ya antes les había dicho: "No roben, amigos. Siempre que necesiten, pidan y yo les daré".
Y así como la peonada en el caso anterior, en esta ocasión son los salvajes los que quedan atónitos ante una acción que nunca podrían haber esperado. Y al llegar a sus toldos refieren a sus asombrados interlocutores el extraordinario suceso del gran jefe blanco que, al correr de toldería en toldería, va esparciendo la fama de noble y generoso del mayordomo de Anchorena, imponiéndose así al espíritu de aquella gente, mucho más fácil de conquistar por la astucia que por el hierro.