jueves, 2 de febrero de 2017

Anécdotas de Juan Manuel de Rosas

Rosas se había acreditado desde muy joven como habilísimo en todas las faenas que requerían de un perfecto gaucho, hasta tal punto, que ninguno hubiese osado competir con él. En el juego del pato, en las boleadas, en las yerras, en los repuntes y volteadas de ganado salvaje, era el primero, el más osado, el más seguro y lo hacía con tanta gallardía, vestido con el traje pintoresco de paisano, poseyendo elevada estatura y una distinguida belleza personal, que el gauchaje comenzó a observarlo, al principio con curiosidad, más tarde con cariño y terminó por consagrarle esa adhesión inquebrantable que fue la base de su poder.
La fama de este joven de ciudad que domaba, enlazaba y boleaba como el mejor gaucho, que no tenía miedo a la inclemencia del invierno y a quien el sol no detenía en la ramada en pleno verano, cuando era preciso trabajar, empezó a extenderse, como llevada por el viento, de pago en pago. De la pulpería pasó al caserío, de allí a los puebluchos próximos, de éstos a la villa lejana y por fin de ésta a la ciudad, pasando incluso a las tribus del salvaje pampa.
Dos anécdotas de ese entonces marcan la personalidad de Rosas y su profundo conocimiento de la gente de campo. La primera cuenta que él en sus establecimientos había implantado la más rigurosa disciplina, tachada incluso de excesiva por algunos, en cuyo cumplimiento todos reconocían un espíritu de rectitud y justicia que en vano se podría haber buscado en cualquier otro patrón de su tiempo.
El caso es que siendo mayordomo en el campo de Anchorena, el código especial que él mismo había dictado para el régimen interno en las estancias, castigaba con penas de azotes el acto de llevar armas. Cierto día se presentó Rosas armado con un gran facón cruzado en el tirador.
La peonada a su paso cuchicheaba maliciosamente en voz baja, pero se cuidaba muy bien de no decirle nada. Un gaucho, sin embargo, se ofreció a ponerle el cascabel al gato y, adelantándose audazmente, le recuerda la prohibición que hay de llevar armas le preguntó, en tono irónico, si también reza para el mayordomo la pena establecida. El caudillo, lejos de molestarse con la irreverente pregunta, felicitó — peón por su franqueza, manifestándose al propio tiempo sorprendido por la atracción que le ha hecho quebrar las disposiciones que todos debían obedecí, pues sólo por error llevaba el puñal al cinto. Pero ya que había violado la ley debía sufrir la pena consiguiente. Su categoría, dijo, le obligaba a obedecer más que a ninguno los reglamentos de la estancia y a ser un ejemplo de respeto. Y se hizo azotar ante la atónita peonada que jamás hubiese podido concebir la posibilidad de un acto como el que estaba presenciando. Pasado el estupor, vino el comentario apasionado, ardiente. Desde aquel instante la justicia de cuanto castigo impusiera ese hombre no tenía discusión.
La segunda anécdota cuenta que, cierto día, Rosas encontró a tres indios en el preciso momento en que le carneaban una yegua, cuyos despojos se estaban repartiendo. Aprovechando la confusión que su repentina aparición causó en los salvajes, le cortó la fuga interponiéndose entre ellos y sus caballos, amenazando de muerte al que intentase escapar. La sorpresa, la arrogancia del jinete, su tono autoritario y su resuelta actitud, intimidaron por completo a los indios, que se sometieron sin decir palabra, al tiempo de que trataron de excusar su acción con el hambre que los atormentaba. El caudillo les habla entonces en tono cariñoso, en su propia lengua -que conoce tan bien como el castellano- afeando el vicio de robar y ofreciéndoles cuanto necesitan para comer ellos y los suyos. Y haciéndolo como lo dice, los invita a que lo sigan y les regala una docena de animales, repitiéndoles al despedirse, lo que ya antes les había dicho: "No roben, amigos. Siempre que necesiten, pidan y yo les daré".
Y así como la peonada en el caso anterior, en esta ocasión son los salvajes los que quedan atónitos ante una acción que nunca podrían haber esperado. Y al llegar a sus toldos refieren a sus asombrados interlocutores el extraordinario suceso del gran jefe blanco que, al correr de toldería en toldería, va esparciendo la fama de noble y generoso del mayordomo de Anchorena, imponiéndose así al espíritu de aquella gente, mucho más fácil de conquistar por la astucia que por el hierro.

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